En el apacible murmullo de las oraciones y el perfume discreto de los rosarios que tiemblan entre manos devotas, se alza en Abancay la Hermandad del Señor de la Divina Misericordia: un remanso de consuelo, una fuente inagotable de gracia. Su imagen, que irradia ternura y promesa desde su corazón abierto, ha hallado un trono perpetuo en el alma creyente del pueblo abanquino.
Pero son, en particular, las damas —madres, hijas, abuelas y jóvenes consagradas por amor— quienes han tejido con fe y delicadeza esta Hermandad, reuniéndose cada viernes para entonar la Coronilla a su Santo Patrón, sin dejar de hacerlo también cada día, a las tres de la tarde, en el lugar donde se encuentren. Con sus voces suaves, sus gestos de servicio y su firmeza espiritual, ellas han hecho florecer un culto que no solo honra al Cristo Misericordioso, sino que extiende su amor hacia los más necesitados.
Inspirada en las revelaciones místicas recibidas por Santa Faustina Kowalska, la joven religiosa polaca que escuchó en su interior la voz del mismo Jesús, esta devoción ha cruzado continentes y generaciones, tocando también con fuerza el corazón de Abancay.
Y cuando llega el segundo domingo de Pascua, la ciudad se viste de blanco y rojo —los colores de la gracia— y acompaña al Señor en su fiesta. Entonces, el pueblo entero parece decir con un solo latido: “Jesús, en Ti confío”.
