En las honduras espirituales de Abancay, donde cada calle murmura plegarias y los corazones laten al compás de la fe, la Hermandad del Señor de la Caída se erige como símbolo de amor compasivo y entrega silenciosa. Su imagen, venerada con lágrimas y flores, muestra al Cristo en su momento más humano: caído, pero no vencido; herido, pero no derrotado.
Es en el histórico barrio de La Victoria donde esta devoción halla su cuna más ardiente. Allí, entre balcones floridos y calles empinadas, el Señor de la Caída no solo es una imagen, sino un vecino más, un hermano sufriente que acompaña a su pueblo en cada lucha y en cada esperanza.
Según cuenta Hugo Viladegut, «el Cristo doliente hace muchos años estuvo en el Santuario de Illanya. Luego, provisionalmente, en un domicilio particular al final de la Calle Lima, se suscitó, entonces, un conflicto de feligreses que se disputaban la imagen de los milagros. Finalmente, fue alojado en la Iglesia Catedral y se formó la Hermandad que supervive al tiempo. Esta cofradía se organizó y consiguió la donación del terreno donde erige su capilla. Todas las familias victorianas contribuyeron a edificar el santuario. Los Carrillo, los Sotelo, los Bedoya, los Hernández, los Pinto los Peralta, los Quispe, los Valer, los Torreblanca, los Román, los Acosta y muchas más…»
La festividad del domingo más próximo al 10 de enero. En esta fecha, la Hermandad, nutrida por generaciones de fieles, organiza cada año una procesión que transforma las jornadas de Cuaresma en un tiempo sagrado. En ella, el pueblo de Abancay se une como una sola alma: mujeres, niños, ancianos y jóvenes marchan tras la imagen sagrada, llevando no solo cirios y cantos, sino también sus propias caídas, sus propias cruces.
Y así, el Señor de la Caída, envuelto en andas de oro y pasión, sigue recorriendo las calles como hace siglos: enseñando, consolando, levantando. Porque en Abancay —y muy especialmente en La Victoria—, la fe no se proclama: se vive.
