Acabo de volver de la Kermesse del templo del Señor de la Caída (¡esa Sopa Seca con Carapulcra está espectacular!) y llegue a casa con el corazón henchido de felicidad por el éxito que está teniendo esta actividad, en esta tierra que el Buen Dios nos ha prestado por un rato.
Y, es que tenemos la suerte de tener una casa muy especial. No es una casa cualquiera, tampoco un edificio con techos nuevos y ventanas relucientes. Es una casa vieja, sí, con las paredes que han visto pasar generaciones, con las piedras que guardan las oraciones de nuestros abuelos y las lágrimas de nuestras abuelas. Es la Casa del Señor, y está en peligro.
El techo está viejo y cansado, y ya necesita cambio. Son casi 80 años y es hora.

Ahora bien, el Señor podría vivir perfectamente en un palacio de oro macizo. Pero Él eligió quedarse aquí, bajo este humilde campanario, bajo este techo que a veces gotea cuando llueve, entre estos bancos desgastados donde se han arrodillado tantas rodillas cansadas.
¿Saben por qué? Porque somos nosotros quienes necesitamos esta casa. Nosotros, los pequeños, los que trabajamos de sol a sol, los que a veces llegamos con el corazón tan pesado que apenas podemos empujar la puerta. Esta casa es de los pocos lugares en nuestro valle donde un hombre puede entrar hecho polvo y salir con un poco de cielo en el bolsillo.
Mirando ese techo que deja pasar el agua por varios sitios, pensemos: el Señor está tranquilo. Él sabe que si esta casa cae, perderemos mucho más que cuatro paredes y un altar. Perderemos un refugio donde el pobre y el rico nos arrodillamos al mismo nivel, donde el llanto se convierte en esperanza, donde el silencio habla más fuerte que todas las palabras del mundo. Perderemos el hogar espiritual de los abanquinos y de los victorianos en especial.
Comprendamos algo: cuando sostenemos esta casa, no estamos haciendo un favor al Buen Dios. Qué va. Él no nos necesita. Somos nosotros quienes lo necesitamos tanto como nos necesitamos a nosotros mismos convertidos en algo mejor, en colaboradores —como dice San Pablo— de algo más grande que nuestras pequeñas vidas de todos los días.
Cada clavo que ponemos, cada piedra que reparamos, cada moneda que damos, no es caridad. Es alegría. Es el privilegio inmenso de decir: «Yo también estuve aquí. Yo también puse el fruto de mis manos callosas en la obra del Cielo.»
Porque miremos, amigos míos, esta vida que vivimos —con sus alegrías de domingo y sus tristezas de lunes— es como el humo que sale de la chimenea: viene y se va sin que nadie sepa bien a dónde. Como dice Santiago, no sabemos qué será de nosotros mañana. Por eso debemos decir siempre: «Si Dios quiere, haré esto. Si Él lo permite, haré aquello.»
Pues bien, si Dios quiere, salvemos Su casa. No con orgullo, no con fanfarria, sino con la humildad de quien sabe que está participando en un misterio más grande que nuestra propia comprensión.
Porque cuando esta casa esté firme otra vez, cuando las campanas suenen sin miedo a que caiga el techo, cuando nuestros nietos entren aquí y sientan esa paz inexplicable que solo se encuentra en los lugares santos… entonces sabremos que fuimos parte de algo eterno.
Muchos de nuestros ancestros trabajaron en su construcción, y ahora moran en el Reino del Señor, felices de haber contribuido. Tengamos nosotros también esa satisfacción.
No dejemos que caiga, hermanos. No por el Señor —que seguirá siendo Dios aunque no tenga ni una sola iglesia en pie— sino por nosotros mismos, por nuestros hijos, por todos los que vendrán después buscando un poco de luz en medio de la oscuridad.

Demos lo que podamos, con alegría. Unas monedas, una oración, unas horas de trabajo. Todo suma en el reino de Dios, donde las cuentas se llevan de manera distinta que en los bancos.
Muchos abanquinos residentes en el mundo entero están colaborando, gracias a Dios la tecnología nos permite hacerlo. Y si no lo has hecho aún, puedes hacerlo en cualquier momento. Plinea o Yapea al 995 134 033, el número del rector, el padre Mario Santi
Sé que en Lima también se han juntado los abanquinos, en el distrito de la Victoria, homónimo del barrio que alberga al Señor de la Caída. Sé que el aporte de ellos será importantísimo.
Y recordemos: cuando salvemos esta casa, en realidad nos estamos salvando a nosotros mismos. Porque una comunidad sin su iglesia es como un cuerpo sin corazón: puede que siga moviéndose por un tiempo, pero ya no está vivo de verdad.
Quiero agradecer de todo corazón a nuestro querido rector, que con su fe inquebrantable nos guía en esta sagrada misión. Agradezcamos también a los fieles como el ingeniero López y su hermosa familia, que están trabajando arduamente, a don Basilio Quispe y su familia, a la familia Román, y a todos los que están poniendo sus manos y su corazón en esta obra bendita. Que el Señor los bendiga abundantemente por su generosidad y dedicación.
El Buen Dios nos mira desde Su cruz de madera, con esa sonrisa triste y dulce que tiene, y espera. No con impaciencia, sino con la confianza de quien conoce el corazón de su gente.
No lo defraudemos, amigos. Pero sobre todo, no nos defraudemos a nosotros mismos.
Que el Señor nos bendiga, y que esta casa —nuestra casa— permanezca en pie para que sigamos llegando aquí los cansados, los tristes, los perdidos, y encontremos lo que todos buscamos: un poco de cielo en la tierra.
Amén.

