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LOS PASTORES EN HUANCA: JUBILEO SACERDOTAL

por | 15 Nov 2025 | Miscelaneas, Noticias | 0 Comentarios

Tomado de Peruanísima – Revista Digital

Hay días en que uno comprende que las cosas grandes no necesitan de grandes palabras. Basta con mirar.

Y los últimos días de esta semana, el 13 para ser exactos, en el Santuario del Señor de Huanca, en Cusco, bastaba con mirar para entender que algo importante estaba sucediendo. 

No era un acontecimiento de esos que salen en los periódicos, con parlantes gigantes y fotografías a color. No. Era algo más antiguo y más necesario: eran los pastores que renovaban su compromiso con el rebaño.

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El Jubileo Sacerdotal «Peregrinos de la Esperanza», de la Provincia Eclesiástica del Cusco había convocado a muchos, y asistieron sacerdotes de las  cuatro jurisdicciones cercanas: el Arzobispado del Cusco, la Diócesis de Abancay, la Prelatura de Chuquibambilla y la Diócesis de Sicuani. Nombres que para  un capitalino quizás no significan mucho, pero que para quien conoce estas tierras altas representan pueblos enteros, comunidades desperdigadas por los cerros, capillas donde la fe se conserva como se conserva el fuego en la noche andina: con cuidado, con constancia, con amor.

Un jubileo sacerdotal no es una simple reunión de curas. Es algo más hondo. Es el momento en que los sacerdotes vuelven sobre sus pasos, recuerdan el día de su ordenación —aquel día en que se postraron en el suelo de la catedral mientras el pueblo cantaba la letanía de los santos— y renuevan las promesas que hicieron entonces. Promesas que en la vida diaria se desgastan, como se desgastan sus zapatos en los caminos de tierra.

Un jubileo es, en el fondo, un alto en el camino. Un momento para tomar aliento, para recibir la gracia de Dios, para recordar por qué uno dejó todo y siguió esta senda empinada del sacerdocio.

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Presidió la celebración Monseñor Richard Daniel Alarcón Urrutia, Arzobispo Metropolitano del Cusco, y concelebraron con él Monseñor Gilberto Gómez Gonzáles, Obispo de Abancay; Monseñor César Augusto Huerta, Obispo de Sicuani; y Monseñor Wilder Vásquez Saldaña, Obispo de la Prelatura de Chuquibambilla. Cuatro obispos juntos, casi dos centenas de sacerdotes. Y uno pensaba: aquí está la Iglesia, la de verdad, la Iglesia que camina, que sube cerros, que llega donde nadie más llega, la iglesia que siempre hace el bien, calladamente.

Hubo peregrinación. Hubo Vía Crucis. Hubo Santa Misa.

Y hubo, sobre todo, esa certeza silenciosa que tiene el pueblo cuando sabe que no está solo. Porque estos pueblos —de Apurímac, del Cusco, de Sicuani, de Chuquibambilla— necesitan hombres que los guíen. No santos de estampita. Hombres de verdad. Hombres que sepan que ser sacerdote no es una profesión sino una vocación; que no es un cargo sino un servicio; que no es un privilegio sino una entrega.

Don Camilo —aquel párroco del Po, célebre personaje de Giovannino Guareschi— habría entendido perfectamente lo que sucedía en Huanca aquel día. Habría visto en aquellos rostros curtidos de sacerdotes andinos el mismo cansancio, la misma alegría, la misma fe testaruda que él llevaba en su sotana remendada. Y habría murmurado, como solía hacer ante el Cristo de su iglesia: «Señor, tú sabes que no somos gran cosa. Pero aquí estamos. Y aquí seguiremos». Y el Cristo desde su cruz le hubiera dicho: «Tú bien sabes, que estoy contigo todo el tiempo. Persevera hijo mío»

Porque al final, de eso se trata. De seguir. De no abandonar al pueblo. De ser, en medio de la confusión del mundo moderno —con sus ideologías, sus modas, sus prédicas vacías—, un punto de referencia firme. Como el Señor de Huanca en su santuario: siempre ahí, siempre fiel, siempre esperando.

Los obispos pidieron oraciones por las vocaciones sacerdotales. Y tenían razón en pedirlas, porque sin sacerdotes estos pueblos quedarían huérfanos. Y un pueblo sin pastor es como un rebaño en la tormenta: se dispersa, se pierde, sucumbe.

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Pero aquel día, en Huanca, no había tormenta. Había sol. Había fe. Había esperanza.

Y uno salía del santuario pensando que, mientras haya hombres dispuestos a dejarlo todo por servir, el Perú —este Perú olvidado de las alturas, este Perú verdadero— seguirá teniendo futuro.

Porque el pueblo necesita pan, sí. Pero también necesita quien le recuerde que no solo de pan vive el hombre.

Y eso, precisamente eso, es lo que hace un sacerdote.


«Oremos por las vocaciones sacerdotales», decía el cartel.

Y uno, que no es muy de rezar en público, murmuró un padrenuestro.

Por si acaso.